Pablo de Felipe
Publicado en Alétheia (1998) 14:62-64.
Señor director:
He venido leyendo con gran interés los artículos publicados en los últimos números de Alétheia en relación al debate de los orígenes. Algunas de mis ideas sobre este interesante tema son recogidas en varios de estos artículos; pero hay ciertos aspectos importantes que creo que no han sido desarrollados suficientemente.
Cuando considero de forma global el Antiguo Testamento, una de las líneas vertebradoras de la predicación profética que más se destaca es la lucha contra la idolatría. Una doble idolatría llenaba el mundo antiguo. Lo más evidente era el mundo de las imágenes religiosas que abarrotaban los templos paganos. Pero todavía peor era la idolatría de la naturaleza que daba lugar a un mundo sacralizado en el que todo era de carácter divino: el cielo, los astros, la tierra, el mar, las tormentas, los ríos, los lagos...
Los profetas denunciaron durante siglos la sacralización de las obras de la creación divina y de la creación artística humana. La crítica profética alcanza altas cotas de ironía en las palabras de Elías a los profetas de Baal (1 R. 18:26-28). Baal, el poderoso dios de las tormentas, de los viajes, ligado a los ciclos de la naturaleza, dormido en invierno y que era despertado en primavera... es ridiculizado por un hombre solitario y de rústico aspecto (1). En Is. 44:9-23, la crítica profética llega a unas insospechadas cotas de elaboración intelectual. Como señaló José Grau hace años (2), el autor marxista Erich Fromm veía en la predicación profética el origen de la descripción y denuncia del fenómeno de la alienación, que tan importante sería en el marxismo (3). En ese pasaje de Isaías, se recoge el proceso por el que un hombre convierte un leño destinado al fuego en una imagen que luego eleva sobre sí y adora como un dios.
Pero la polémica profética no se limitó a la denuncia del sistema idolátrico. La Biblia elaboró un sistema espiritual alternativo. Llaman la atención aquellos personajes dotados de tanta fuerza que fueron capaces de desafiar a los poderosos dioses y sacerdotes que habitaban en Ur, Karnak, Luxor, Tiro, Babilonia, etc. Cuando vemos lo imponente de las ruinas que aún hoy, varios milenios después, subsisten, más apreciamos la fortaleza de los que despreciaron todo aquello para seguir al que no habita en templos hechos de manos.
Para poder crear una cultura alternativa al mundo pagano, la Biblia debió enfrentarse a la elaborada cultura pagana. Aquella teología se articulaba mediante unos complejos ciclos míticos escritos en las primeras lenguas conocidas. Los relatos de los orígenes no eran meros adornos en ese esquema religioso, sino textos clave. En ellos se trazaba el origen genealógico de los dioses (teogonía), se relataba la formación del mundo (cosmogonía) y, finalmente, se describía la estructura y situación actual tanto del mundo material como divino (cosmología). En aquellos textos aparecían integrados gran parte de los conocimientos “científico-religiosos” de la época. El esquema del mundo plano con un techo-cúpula rodeado de un océano aparecía junto a las minuciosas genealogías divinas o a la situación geopolítica de la época en la que el texto era compuesto (4).
¿Qué iban a hacer los profetas ante esa situación? Abraham, Moisés, el pueblo de Israel entero habían salido del paganismo, de ese paganismo que los estuvo siempre rodeando. Y frente a eso, ¿qué? Los relatos del Génesis sobre los orígenes, y muy en especial el Gn. 1, son la respuesta. No son mitos, no son bellas historias poéticas, no son meros cánticos espirituales, no son descripciones científicas que entrevén la ciencia de nuestro siglo XX... La primera página de la Biblia es una declaración de guerra. Sí, de guerra teológica, de guerra contra la poderosa y horrible Tiamat, el abismo primigenio que había vencido el hábil Marduk y con cuyo cuerpo dividido en dos había hecho el cielo y la tierra que así siempre conservarían algo divino. Dios domina el abismo con su palabra en Gn. 1 y no hay allí nadie para oponer resistencia. Sí, de guerra contra los poderosos dioses lunares mesopotámicos, como Sin, adorado en la patria de Abraham. De guerra contra el poderoso Sol, Ra, de Egipto. ¡Y el faraón es el hijo de Ra! ¿De qué? ¿De una lámpara que ni siquiera merece un nombre propio? Declaración de guerra teológica contra las poderosas estrellas que indican el destino humano y que afanosamente observan los astrólogos babilonios. A propósito, el Gn. 1 casi las deja olvidadas y, con un pelín de ironía, las recoge al final: “Hizo también las estrellas”. La guerra teológica alcanza también aquí a Baal y a todos los dioses de la fertilidad tan adorados en Canaán. La fertilidad, tan cara de obtener al precio de sacrificios y prostitución sagrada, es aquí regalada a todos los seres vivos por el Creador. Y tampoco se libran los aterradores monstruos marinos: Leviatán, Rahab, etc. que son creados por Dios. Su clasificación sistemática en el contexto del Gn. 1 les resta grandeza: seres acuáticos, destinados a ocupar las aguas y creados el quinto día. Ni más ni menos.
Al terminar ese breve capítulo, el hombre y la mujer, Adán (Gn. 1:26, 27; 5:1, 2), están solos delante de Dios. La teogonía fue destruida ya en el título, en el primer versículo: “En el principio Dios...”. Todos los elementos constituyentes del universo (el abismo acuoso, la tierra, el mar, el firmamento, los astros y los seres vivos) han sido despojados de cualquier vestigio divino. Con este relato en la mano, la idolatría carece de sentido. No hay sitio para ningún añadido divino, sagrado, etc. Todos los falsos dioses, diosecillos y semidioses que aterraban al mundo antiguo han sido echados a patadas del universo.
Y ahora, nosotros, libres ya de esos tenebrosos poderes, y con la bendición de haber podido desarrollar la ciencia en ese mundo que quedaba todo él para nosotros y nuestro ingenio, nos olvidamos. Nos olvidamos de donde hemos salido, de lo que hemos sido liberados, y vagamos en el desierto. Comparamos ese texto, el primer antimito (5), a los mitos desenterrados ayer de las llanuras mesopotámicas. Miramos con un ojo por el microscopio o al telescopio y con el otro al Génesis e intentamos convencernos de que se ve lo mismo. Intentamos completar un puzzle a martillazos con páginas de la Biblia y del último tratado de física. Contemplamos con paternalismo a aquellos hombres “primitivos” que hablaban de cosas tan absurdas como un cielo duro con ventanas. Nos exprimimos el cerebro para explicar, eso sí, científicamente, dónde están las dichosas columnas de la tierra, o por qué se crearon la luz y las plantas antes que el sol.
El lector moderno no debería perder el tiempo por esos andurriales. No debería buscar a tientas la explicación a una tierra circular (Is. 44:22), a las compuertas del firmamento que lo recubre (Gn. 1:7, 8; 7:11; 8:2; Job 37:18; Is. 24:28), al abismo acuoso que lo rodea todo como un vestido (Gn. 1:6, 7; Sal. 104:6; 148:4), a los cimientos del cielo (2 S. 22:8; Job 26:11) y a los de la tierra (1 S. 2:8; 2 S. 22:16; Sal. 104:5), al subterráneo Sheol (Nm. 16:30-33; Job 17:13-16; Is. 14:9), a los astros colgados del cielo (Gn. 1:14-18), que se mueven alrededor de la tierra (Jos. 10:12, 13; Sal. 19:4-6)... La luz de Dios nos ha iluminado hace milenios y nos ha enseñado lo fundamental respecto al universo: todo él, todas sus partes, fueron creadas. Así que hoy el cristiano debería dejar de pelearse por buscar las cosquillas a los científicos y declarar con firmeza que también ahora el universo con todas sus partes, debe ser visto como creación de Dios. Los planetas, las estrellas, los agujeros negros o las galaxias y todo lo que aún no ha sido descubierto, todo ha salido de las manos del Creador, y nosotros daremos cuenta por lo que hemos hecho con esas obras.
¿Qué fe es aquella que puede sobresaltarse por el último hallazgo científico, cuya fuerza descansa sobre una referencia científica a pie de página? Desterremos, pues, de nuestra apologética, de nuestra doctrina, toda referencia a modelos científicos (creacionistas, evolucionistas, concordistas, etc.), que mañana habrán sido superados por la propia ciencia, con lo que quedaremos nosotros en ridículo y, lo que es peor, la propia Biblia.